martes, 19 de enero de 2016

Otra loa (una más) a la violencia

Cuando vi Los odiosos ocho de Tarantino, pensé en este otro film, Suburra (Stefano Sollima, 2015) que también he visto recientemente. Creo que aún no se proyecta en España (y no sé si se proyectará, puede que sí), de modo que no entraré en muchos detalles.
Recordemos que, en la antigua Roma, Suburra era el barrio más sórdido y mal famado. En él se concentraban prostíbulos y tugurios. Por lo mismo, aunque era un barrio de miseria, también acudían a él las clases altas (en persona o enviando a sus servidores) en búsqueda de “emociones fuertes” o “carne fresca”. Suburra era, pues, lugar de confluencia del hampa, del dinero, del vicio y del poder, donde cada cual buscaba lo suyo pero apoyándose en los demás.

Y esto cuenta esta película: los estrechos lazos que actualmente los poderosos italianos (en el caso de la película, los políticos) mantienen con la delincuencia. Narra la connivencia y los apaños que tejen y entrelazan la mafia y la política en torno a proyectos urbanísticos e inmobiliarios.
El guion de Suburra es complejo y manifiestamente ambicioso: entrecruza personajes múltiples y nos lleva por ambientes muy dispares. Tan dispares que, a veces, no vienen realmente a cuento. Eso pienso de las escenas con el papa, por ejemplo. Me parecen gratuitas, forzadas y poco convincentes. Un adorno innecesario.



Deduzco que tanto las cualidades como los excesos del guion nacen de que ha sido escrito nada menos que por cuatro personas: Giancarlo De Cataldo, Carlo Bonini, Sandro Petraglia y Stefano Rulli.
El resultado es un thriller con intriga de ramificaciones múltiples (y a veces excesivas, como señalé más arriba), pero, en conjunto, bien agenciado y logrado.
La complicidad entre política y crimen organizado no es tema nuevo en el cine italiano. Todo lo contrario. Recordemos, sin ir más lejos, Gomorra de Matteo Garrone, 2008, aunque Gomorra, tiene, sin duda alguna, mucha más calidad. En Suburra la dirección de Stefano Sollima no es excesivamente original, y, por momentos, resulta incluso bastante plana.  
En resumen, el film nos cuenta una historia sumamente violenta en la que no hay ni un solo personaje que se salve. Y no me refiero a que se salve en el sentido de que no muera, sino que se salve moralmente. Todos son escoria pura.
Y estos son dos rasgos que este film comparte con Los odiosos ocho: por un lado, la brutalidad, la salvajada sanguinolenta (sin llegar a los excesos visuales de Tarantino, claro) y, por otro, la colección de tipos variados todos execrables, sin excepciones.
Contrariamente a la de Tarantino, que, como es bien sabido, se sitúa en el registro “violencia funny”, esta película se sitúa en el registro “panorama realista de denuncia social”. Pero ese realismo es aparente. Si el objetivo fuera el retrato de la realidad, por dura que ésta sea, tendría que haber algún personaje decente.
No lo opino por buenismo sino porque la realidad siempre es más compleja. Focalizar todo desde un único ángulo provoca distorsión y falsea la percepción. Me irrita porque engaña a los espectadores, sobre todo si la obra se presenta como “realista”. Igual que me irritan las escenas de sexo que se nos venden como realistas solo porque están rodadas al modo explícito con personajes que sudan y jadean. Pero ¿qué muestran? penetración (y nada más) de medio minuto (que se supone sin elipsis) gracias a la cual tanto él como ella alcanzan el orgasmo al unísono ¡Viva el realismo!
Sé que el creador de una obra es libre de representar un mundo formado exclusivamente por personales sórdidos, claro, pero yo soy libre de considerar esa elección falsa, oportunista y reaccionaria.
Ya sé que el poder facilita la corrupción. En España hemos sido “agraciados” con una amplia dosis de putrefacción, podredumbre y sinvergonzonería que ha invadido la vida pública y han creado un denso entramado -en torno al ladrillo fundamentalmente- entre delincuentes y políticos (hasta el punto de que, en ciertos casos resulta artificial diferenciar unos de otros).
Pero, insisto, mostrar un mundo donde solo existen canallas, corruptos, drogotas y desquiciados sin entrañas es una elección que aborrezco y considero nefasta.
En definitiva Suburra se presenta como película trasgresora y acusadora pero que yo calificaría, en último extremo, de oportunista. No sé, ni me importa, cuál es la visión sobre el mundo que personalmente tienen los que han realizado este film (guionistas, director, productores). Creo que lo que de verdad les impulsa es creer que lo malvado, lo cruel, lo excesivo, la crueldad venden. Venden y mucho. Al público actual, tan tarantinesco, tan educado en imágenes brutales, tan confrontado a la violencia continua que le destilan las pantallas (todas) “lo otro”, les aburre, les parece pánfilo y descolorido. 
Pero, insisto, considero sumamente reaccionario hacer semejante opción narrativa. Bajo la apariencia de denuncia la propuesta es retrógrada porque presenta un panorama totalmente negro, sin salida ni esperanza. En definitiva, justifica el inmovilismo, incita a asumir la derrota sin dar la batalla. Nos lanza el mensaje: no hay cambio posible, la maldad, o la corrupción o la crueldad son inamovibles. Siempre ha sido así y así seguirá por los siglos de los siglos.
En España ya deberíamos saberlo: hay gente muy de derechas que se confiesan abiertamente como tales y hay otra gente –en el fondo igualmente de derechas pero que lo callan- que lanzan improperios sin parar, parecen muy críticos pero su mensaje final es: ¿Para qué nos vamos a mover? No hay esperanza.  
Ciertamente, en la última escena de la película -supongo que como disculpa y conscientes de que quizá se les fue la mano- se ve una manifestación. Pero es simple decorado, tan inútil y tan impostado que no deja de parecerme otro arranque de oportunismo.
Yo mantengo que -tal como nos explica Amelia Valcárcel- lo inteligente, lo que posibilita la esperanza es el optimismo informado.

¿Podemos perder la partida? Por supuesto. Y desgraciadamente, en lo relativo a la degradación del medio ambiente, llevamos camino de ello. Pero hay que pelear por otro mundo y para poner las máximas opciones de nuestra parte, es necesario no menospreciar ni minusvalorar las fuerzas reaccionarias, saber a qué nos enfrentamos, pero, al mismo tiempo, creer que otro mundo es posible. Solo partiendo de ahí, podemos dar batalla. 

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